Llegamos a Donousa, una isla situada pocas millas al noreste de Naxos y que forma parte de las llamadas Pequeñas Cícladas (Mikrés Kiklades), de noche y después de una plácida travesía desde Astypalea, con una escala de minutos en Amorgós, otra belleza de la que hablaremos, Zeus sabe cuándo. El dueño de los apartamentos Asterias House nos recibió en el pequeño puerto y nos acercó hasta el alojamiento, que no estaba muy lejos, pero sí después de una cuesta considerablemente empinada, la misma que bajamos al rato para acercarnos al centro, que es lo mismo que decir el puerto y la playa.

Aegiali, en Amorgós, escala de camino a Donousa.
No había mucha gente, como se esperaba a esa hora, en un lugar como ese y en el mes de septiembre. Las pocas tabernas estaban semivacías, y en una de ellas tomamos algo por restaurar un poco el cuerpo. A la vuelta, comprobamos que la cuesta era en verdad dura. Pero estábamos contentos: la isla prometía. Además, dado el tamaño de la isla (Donousa es la mayor de las Pequeñas Cícladas, pero eso no es decir mucho), contábamos con coincidir con la pareja catalano-belga que habíamos encontrado unos días antes en Astypalea, y con quienes habíamos compartido ya allí una botellita de tsipouro.
Y efectivamente, al otro día coincidimos en la playa con ellos. Pero antes yo ya me había dado el gusto repetido de bajar a comprar el suculento pan griego. El de Donousa estaba especialmente bueno. En la panadería se agolpaba la gente todos los días, y con razón. Las islas griegas te aseguran este pequeño placer mañanero. Una de las mañanas, el maestro panadero estaba sentado en un rincón, descansando de su trabajo nocturno, y estuve por acercarme y darle un beso.
Los planes en lugares así son siempre muy sencillos: después del desayuno natural, hay que buscar una playa cercana donde pasar el día. Y las de Donousa son espléndidas. En el mismo pueblo, junto al puerto, hay una con algún local de copas. Nosotros nos dirigimos a pie, apenas a 20 minutos de marcha, a la playa de Kedros, un impacto azul desde la curva de la carretera. Desde ahí, una escalera baja hasta el mar.
Kedros es preciosa y fresca, con el agua que acostumbran a regalar las Pequeñas Cicladas, y no tiene servicios playeros. Eso no quiere decir que no tenga gente ocupando la arena con todo tipo de tenderetes. En días sucesivos pudimos comprobar que un grupo dejaba instalado su particular y llamativo sombrajo. Los demás, los no avisados, intentábamos poner un poco de sombra sobre nuestras cabezas usando las toallas atadas por uno de sus extremos al murete que cerraba el arenal, y por el otro a dos palos de los muchos que había por allí. Creo que un ordenado sistema de hamacas y sombrillas no le quitaría encanto y haría más cómoda la estancia.
Detrás del murete, un apañado bar de playa, perteneciente al mismo dueño de nuestros apartamentos, aparecía como el mejor lugar para instalarse. Sólo había que consumir algo, ocupar la mesa e ir y volver al agua. Nuestros nuevos amigos aparecieron por allí, de forma que volvimos a compartir mesa y conversación. Con la caída de la tarde, regresamos de nuevo andando al pueblo, y sufrimos un insólito ataque de moscas, que nos acompañaron durante buena parte del recorrido.
No podemos decir que, excepto por las moscas, el plan se diferenciara mucho en los otros dos días que disfrutamos en la pequeña isla, programa que no sufrió más alteraciones que un viaje en el autobús local a la preciosa y más lejana cala de Kalotaritissa, con una taberna de magnífico aspecto en la que solo tomamos un café, y en la que nos dimos un baño ràpido. El viaje nos sirvió para disfrutar del paisaje y de la animada música que ponía a todo volumen el chófer. A la ida aún nos acompañaba alguien, pero la vuelta la hicimos solos, embriagados de azul en el bamboleante vehículo.
Donousa no ofrecía mucho más, ni nosotros se lo pedíamos. La isla es famosa por el panigyri (especie de romería o fiesta patronal) en la iglesia del pueblo, pero su celebración tenía lugar justo el día siguiente a la marcha que teníamos prevista. Pero sí pudimos ver cómo engalanaban la iglesia con banderolas, en uno de los paseos vespertinos por el pequeño y blanco caserío de Donousa.
En los atardeceres, con el café, contemplábamos desde la terraza de los Asteria House un curioso espectáculo: una mujer sacaba a pasear a un burro joven y lo instruía en diversos movimientos, lo llamaba y lo llevaba del ronzal. El inteligente animal contradecía con su comportamiento y disposición la mala fama que arrastran los de su especie. Era una delicia asistir a esas clases desde la distancia mientras el sol se escondía, como si contempláramos una especie de rito antiguo de comunión humana con la naturaleza y el paisaje. Ese burro tan bien educado sería después una importante fuerza de trabajo.
No faltan atractivos gastronómicos en la isla. Hay varios restaurantes tradicionales: el Iliovasilema, en uno de los extremos de la playa del pueblo, con buenos platos de siempre y servicio dispuesto que incluye a los miembros más jóvenes de la familia. Destaca entre los locales uno con decoración y cocina más moderna, el Avli, que ofrece preparaciones un poco más especiales. En el mismo frente del pueblo, más cerca del puerto, está la taberna Kyma (La Ola), sobria o más bien ruda en sus platos, y con un encargado acorde con estos conceptos. Pero eso no era lo importante, sino que allí habíamos quedado a cenar con Sabina e Ivo.
La comida fue un pretexto para el comienzo de una amistad que se renovó el año siguiente en otra isla, y que vive aún. Es curioso cómo comienzan estas cosas. Al principio andas un poco cortado porque no sabes si cada paso de acercamiento se puede tomar como una intromisión en la intimidad, pero poco a poco las cosas van cuadrando, y se produce la conexión. Viva la vida.
El último día por la mañana, muy temprano, ellos acudieron a despedirnos al puerto, y entonces ya sabíamos que volveríamos a vernos.