Si quieres ir a tu aire, contigo mismo y tus amigos, dejándote llevar por la improvisación y según sople el viento del azar o de tus solos planes, Skópelos ha dejado de ser, hace mucho tiempo, una isla apropiada. Más bien es lo contrario, pese a toda su innegable belleza. La agradable película Mamma Mía! tiene buena culpa de ello, y el efecto no decae pese al paso de los años. Diría que incluso se va incrementando, puesto que además la vigencia del filme como reclamo se mantiene. Una gran parte de los que visitan la isla o pernoctan en ella lo hace atraído por el inmenso poder magnético de las idílicas escenas, y los lugares en los que estas transcurren se ven prácticamente asaltados por las multitudes.
Sabíamos todo esto, y lo habíamos experimentado, pero aún nos quedaba por ver algunas escenas que corroboraran este fenómeno. Sea como fuera, el último día de nuestra estancia nos dirigimos los cinco amigos a la playa de Kastani, una preciosidad de aguas esmeraldas rodeada de rocas y pinos. Eso hizo de ella el escenario ideal para varias secuencias de la peli en cuestión. No es que estuviera llena, sino rebosante, y en el embarcadero se agolpaban algunos barcos de excursiones procedentes de la cercana isla de Skiathos.
Nosotros, claro, salimos huyendo (o más bien expulsados) y volvimos los pasos atrás hasta la playa de Limnonari, otra maravilla pero sin la fama de su compañera. Allí encontramos hamacas y sombrillas, que no hacían mucha falta porque la nubosidad volvió y por momentos se alternó el sol con una lluvia repentina. El encargado de la música en el beach bar tuvo un rasgo de humor e hizo sonar en ese momento la popular It’s raining men, hallelujah!, con lo cual nos arrancó una sonrisa a todos, amén de hacernos bailar bajo la lluvia.
Aunque disfrutamos de algunas horas en esa playa, teníamos en nuestro débito el poder estar en Kastani, así que cuando calculamos que las multitudes de excursionistas se habrían ido, volvimos a intentarlo. Y acertamos: estaba bastante más tranquilo, los turistas embarcaban en sus naves y la orilla estaba bastante más despejada. Entonces sí pudimos sumergirnos en sus aguas y disfrutar del sol que había vuelto a acompañarnos. La playa se mostró todo lo acogedora que podía ser.
Estábamos en nuestro último día en la isla, y la cena la hicimos en una placita de la capital, con unos sencillos gyros que nos costaron más caros de lo que deberían. Durante la comida, nuestros móviles empezaron a sonar con una alarma y casi al unísono: recibimos un mensaje recomendándonos no viajar por la zona debido a la presencia de una gran tormenta. Skópelos permanecía fiel a su tradición, ya que durante las varias visitas que le hemos hecho siempre nos había agasajado con tempestades, algunas realmente ruidosas.
Desde lo alto de las Kohili Villas, sentados en la terraza para despedirnos de la isla vimos acercarse la tormenta, en forma de relámpagos y truenos, tras las montañas y sobre el mar. Fue un espectáculo grandioso, pero durante las horas de la noche ya no nos pareció tan romántico. Cuando despertamos, la lluvia arreciaba. La bajada, a esa hora aún oscura y por el precario camino, compuesto en buena parte solo de tierra, fue dificultosa, y tuvimos que hacerla en dos turnos, y resguardados con bolsas como improvisados chubasqueros.
Como suele suceder en estos casos, los barcos no salen del puerto de Skópelos capital sino del situado en la costa oeste, en la preciosa bahía de Agnondas. Por lo tanto, a los que esperábamos bajo la lluvia nos trasladaron en autobuses, y la salida hacia Skiathos en los frágiles ‘fying dolphins’ se demoró más de la cuenta. Los temores ante una travesía difícil, afortunadamente, no se confirmaron, y pudimos llegar al aeropuerto desde el que partiríamos en busca de nuestra siguiente etapa, que ya contaremos: Astypalea.