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Sic transit gloria mundi

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La estatua de Onassis, en el paseo marítimo de Nydrí.

La estatua de Onassis, en el paseo marítimo de Nydrí.

 

Onassis tenía un apellido conocido universalmente. Tal vez porque sus padres no pudieron prever que llegara a esas dimensiones de fama, le pusieron un nombre compuesto difícilmente superable: Aristóteles Sócrates, como si quisieran unir la parte más racional de la sabiduría griega con la más espiritual, y ayudarle a andar por la vida. El niño eligió por propia cuenta, puesto que todo el mundo le conocía por el primero de ellos, y los que presumían de ser sus parientes, amigos o simples conocidos utilizaban el diminutivo Aris. Daba igual que hubiera nacido en la turca Esmirna, para la sociedad internacional, de la que llegó a ser el rey, era el griego de oro. Su vida, sus negocios y sobre todo sus amores con mujeres-personaje deslumbrantes, llenaron las páginas de la prensa amarilla, salmón y rosa de la Tierra entre los años 50 y 70 del pasado siglo. El hombre más rico, el más admirado, el más envidiado, el que conquistó a las bellas, desde su matrimonio con Athina Livanos, heredera de otro magnate naviero, su larga y tormentosa historia de amor no oficializada con la diva de la ópera Maria Callas, y su sonora boda con la primero novia, luego esposa y finalmente viuda de América, Jacqueline Kennedy.

Todo eso, o buena parte, terminaba ocurriendo muy cerca de donde estuvimos el pasado septiembre de 2015, a apenas unos cientos de metros de Lefkada. En la localidad de Nydrí de esta última embarcó miles de veces Aris para ir o volver a su refugio privado de Skorpios, donde vivió sus historias de amor. Ese pueblo, hoy muy turístico, con una calle principal y un paseo marítimos rebosantes de bares, restaurantes y tiendas, guarda un recuerdo especial del hombre multimillonario que jugó con muchas vidas, ayudó a otras tantas y, según parece, no fue capaz de encontrar o merecer el afecto en la suya. En el muelle de Nydrí ocupa lugar importante una estatua de bronce dedicada al naviero más famoso.

Es curioso cómo la casualidad nos había llevado, 14 años antes, a asistir de manera imprevista a la inauguración de ese monumento, una noche de septiembre de 2001. En aquella primera ocasión, llegábamos en taxi desde Lefkada capital, y con la preocupación sobre si el taxista nos había dicho que nos cobraría fifteen o fifty euros. La duda no era menor para nuestra economía, y se resolvió para la mejor de las opciones, a la vez que se abrían las puertas del coche y una banda de música empezaba a sonar. No era, claro, una ceremonia de recepción en nuestro honor sino ese acto de inauguración de una figura en memoria de la ciudad agradecida a su benefactor Onassis. Por allí no había mucha familia, no podría haber sido. Su primera mujer se había suicidado, la segunda había fallecido seis años antes, su amante y desdichada estrella de la ópera también; su hijo Alexander murió en accidente de aviación cuando era muy joven y su hija, la infeliz Christina, perdió la vida mientras se bañaba en circunstancias nada claras. Sólo estaba su única heredera, la nieta Athina, todavía una niña, para representar al apellido Onassis en la ceremonia llena de autoridades, lugareños y turistas. Y nosotros, probablemente los únicos españoles en la isla. Precisamente, esa misma Athina es la que vendió hace un par de años la preciosa isla de Skorpios, nido de amor y sueño de paparazzis en la época dorada del género, a otra rubita heredera, en esta ocasión de un magnate ruso. Cosas de las vueltas del destino.

Esa estatua de bronce puede ser, pues, el último vestigio físico en aquella zona del que fue su promotor, publicista y principal propagandista cuando culminaba o empezaba en Skorpios sus míticos cruceros rodeado de estadistas y millonarios a los que agasaba como reyes a bordo de su yate privado Christina. Ahí, con esa pose tan chula, con un nombre que imponía con sólo oírlo, Aristóteles Sócrates Onassis. Es posible que dentro de poco nadie sepa quién fue. Ningún Onassis ha vuelto por Nydrí. No digan que la historia no merece el latinajo del título.


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