Todo el mundo sabe que Domenico Thetokopouli, más conocido como El Greco, murió en Toledo, y pronto, con las celebraciones que ya han empezado en la ciudad castellana, sabrán que eso ocurrió hace 400 años. Casi todo el mundo sabe que nació en Grecia, si no ¿de dónde iba a venir su universal apodo? Muchos menos están al tanto de que su lugar natal, su patria chica es la isla de Creta, de la que excuso deshacerme en alabanzas porque ya me conocéis. Casi nadie, a escala mundial, puede asegurar en qué pueblo vino al mundo uno de los mayores genios de la pintura de todos los tiempos. Y ya puestos, nadie lo puede asegurar con certeza, ni siquiera en la misma Creta. Los expertos parece que se han puesto de acuerdo en ese nacimiento se produjo en 1541 en Candia, actualmente la capital de la isla que ha cambiado ese nombre veneciano de origen árabe (de El Handak, ‘el foso’) por el mucho más mitológico de Heraklion. Pero la persona que tenga la feliz idea de visitar Creta encontrará que muchos folletos y guías remiten desde hace décadas la cuna del artista hispano-griego a un pueblo cercano, Fodele, a unos 20 kilómetros de distancia.
Y Fodele se muestra indiferente a la verdad histórica. Sigue vendiendo que es la auténtica patria del misterioso hombre que pintaba gente alargada. A un paseíto de diez minutos del centro se levanta una pequeña casa de piedra que se reclama el lugar donde el pequeño Domenico pasó su infancia. Dentro, reproducciones de las obras de El Greco y una curiosa vitrina en la que se muestran noticias sobre familiares descendientes del pintor, e incluso retratos que comparan los rostros de esos Theotokopouli con el autorretrato del caballero grequiano. En otro lugar se muestra un recorte de un periódico español de los años 40 del pasado siglo en el que se cuenta la expedición de unos turistas españoles a ese pueblo en busca de las raíces del artista. El Museo es uno de los escasos sitios de Creta en los que se ofrece información en español a los visitantes. Al final de la calle principal, donde el bonito río Pantomantris se sumerge en el fértil valle, junto a un viejo plátano de sombra, hay un monolito de piedra castellana que una comisión de la Universidad de Valladolid regaló en 1934 a la población, y en él una inscripción en español y griego para recordar la herencia común.
La supuesta casa natal y su correspondiente Museo no destacan entre los miles de atractivos de Creta, pero la iglesia bizantina que está justo en frente sí merece la pena, por su construcción antigua de piedra y sus difuminados frescos. Y Fodele como tal se gana una tranquila visita por su situación, por la carretera bordeada de frutales que lleva hasta él y por el casco urbano lleno de casas tradicionales, tabernas junto al río y puestos donde las ancianas venden sus bordados. Los dueños de establecimientos como ‘Domenico’ gustan de charlar con sus clientes, indagarles sobre su procedencia y bromear con las turistas. A veces la felicidad se condensa en unos minutos de tomar un café griego (helinikó) en terrazas como esa. Y si hay que creerse que aquí nació El Greco se lo cree uno, como se viene haciendo desde siempre.
Pero parece que no, que en realidad nació en Heraklion, una ciudad fascinante, no por sus bellezas arquitectónicas, arrasadas casi por completo por el inmisericorde bombardeo nazi durante la llamada Batalla de Creta. La capital atrapa por su intensa vida ciudadana y cultural, por sus innumerables terrazas y restaurantes, por la posibilidad de escuchar la profunda y antigua música cretense, por las ganas de agradar de su gente y, naturalmente, por el incomparable y recientemente renovado Museo Arqueológico, que muestra joyas maestras únicas de aquella desaparecida y elevadísima cultura minoica, la primera civilización del mundo occidental.
Es casi un empeño heroico hablarles a los españoles de Heraklion. Pocos, la mayoría en fugaces cruceros, visitan Creta, y los que lo hacen se limitan a estar de paso en la capital. Como mucho, se acercan a ver las ruinas del palacio de Cnosos, hogar del rey Minos que dio nombre a esa cultura y también a su monstruoso bastardo el Minotauro. Nosotros supimos ver, sólo a la tercera o cuarta visita, el enorme encanto de esta ciudad caótica, sus estupendos lugares para comer de todas las maneras, sus tiendas de música, sus puestos de dulces loukoumades, sus arcos venecianos escondidos, sus mezquitas reconvertidas una y otra vez, la increíble manera de sus jóvenes de pasar horas en charlas de bares sin casi alcohol, su puerto veneciano viejo y dorado, con los leones de mármol labrados en sus muros, sus arsenales, la gruesa muralla, la tumba de Kazantzakis, su mercado aún vivo y sus tiendas de vista y olor antiguo, y esas baratísimas ouzeries, donde tomar el licor con entremeses.
Se entra a Heraklion desde el puerto antiguo por la calle 25 de Agosto, a la que llaman la calle de la Mentira, porque su bello aspecto de fachadas neoclásicas promete una ciudad hermosa que luego no existe en cuanto sale uno de ella. Pero, como buena urbe griega heredera de costumbres turcas, enseguida anima la vista la gran cantidad de tiendas y comercios esparcidas sobre todo en los alrededores del Mercado abierto: ferreterías, mercerías, bazares al modo antiguo con artículos que uno creería desaparecidos en nuestra vida moderna, escaparates repletos y boutiques de diseño, tiendas de recuerdos y cafés. Y de vez en cuando, una fuente con elementos romanos o turcos, o los dos mezclados. Y mucha gente, siempre mucha gente, el ritual oriental y mediterráneo del paseo sobre todo vespertino.
Aquí, en Heraklion encontraréis los dos únicos cuadros de El Greco que se conservan en su tierra natal. Están en el precioso Museo Histórico de la ciudad, y podréis apreciar que ya estaba en ellos la huella del pintor que luego terminó representando el espíritu español, mire usted por donde. Y si queréis ahondar más en sus raíces, entonces dirigíos a las cercanías de la brillante catedral de Agios Minas. Cerca de uno de sus costados está la iglesia de Santa Catalina (Agia Ekaterini) en el Monte Sinaí. En ella se encuentra el Museo de Arte Sacro, que contiene los mejores ejemplos de iconos bizantinos. El Greco fue uno de los discípulos de la prestigiosa Escuela artística que radicaba en su seno, y la colección del Museo muestra varias obras maestras de Mijaíl Damaskinos, contemporáneo de Theotokopouli.
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