Entre el destrozo generalizado que los siglos perpetraron en Creta, en el que colaboraron los terremotos, los romanos, los piratas árabes, los iconoclastas turcos y los bombarderos alemanes, los más bellos restos corresponden a lo que se ha salvado: los monasterios y las iglesias refugiados en las alturas del interior, la huella persistente de Bizancio. La mayoría de las ciudades y pueblo sufrieron un acoso histórico más o menos equilibrado por unos y otros invasores, pero la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, y las duras represalias a las que sometió a la isla por su rebeldía fue la que provocó el mayor destrozo.
De aquella masacre se medio salvaron dos ciudades que representan lo mejor de la mezcla entre Venecia y Turquía: La Canea y Rethymnon. Al principio, la belleza impar de la primera nos ensombreció un poco el brillo de la segunda. Como todo, hemos aprendido a amar ahora sus calles estrechas, sus minaretes y la luz que el sol sabe inventarse en sus esquinas, o cuando se refleja en los tonos crema de las sillas y mesas de los innumerables restaurantes en la calle. No hace mucho, paseamos su soledad lluviosa y fría en invierno. Hace menos, nos reconciliamos con el calor mientras la gente tomaba aliento bajo la sombra de su gran Fortezza, el mayor castillo que construyeron los venecianos en el Mediterráneo en su época.
Y Rethymnon tiene también, lo sabéis, un puertecito veneciano que, como manda la cronología de la Historia, corona y cierra un esbelto faro turco, continuación en piedra clara de un espigón. Y nos gusta, cada vez que volvemos a esta ciudad, rendirle la visita al faro, buscar la mejor foto, grabar como un Monet digital, las diferentes horas del día sobre su cilíndrica e iluminada figura.
Como en La Canea, los muelles rebosan de restaurantes, ofertantes únicos de esa oportunidad que es comer o cenar junto a las barcas. Pero a diferencia de aquella ciudad, en Rethymnon no hay apenas espacio para caminar, y los pequeños huecos parecen conducir al turista hasta las garras del camarero que te ofrece su carta como la almadraba conduce el atún hasta el copo. Afortunadamente, a los humanos aún nos queda la capacidad de decir que no, y seguir nuestro caminar hacia establecimientos algo más alejados y menos pensados para el guiri.
Tiene Rethymnon un turismo numeroso y diríase que fiel, que llena su hermosa playa urbana y los kilómetros de arena que cubren la costa hacia el este. Por la noche, el recogido y pequeño casco antiguo acoge a miles de ellos en las decenas de restaurantes y tabernas, en las bien dispuestas terrazas que prometen noches inolvidables. Por todo eso, volvimos a la hermosa ciudad el pasado septiembre, por eso lo repetimos aquí.