Yo no soy de hacer mucho deporte. Nunca lo he sido, y no me siento orgulloso. Tampoco me avergüenzo. Sé que la gente que lo practica habitualmente se encuentra bien, está sana y es más feliz. Pero podría decir que en todos esos aspectos estoy bastante satisfecho sin estar obsesionado. Y eso que tuve una relativamente larga época de gimnasio que me ayudó bastante a estar en forma y a tener un aspecto agradable, lo cual compruebo en algunas viejas fotos. Así que digamos que no participo de esta corriente moderna que no concibe la vida sin correr varios kilómetros al día (tanta gente corriendo, huyendo de la muerte, como decía Woody Allen), y mucho menos de la que piensa que es mejor un entrenador personal que el siempre dispuesto, gratis y salvador ángel de la guarda. Pero me parece bien, cada cual busca la felicidad como su cuerpo le da a entender.
Una cierta voluntad, teñida de ganas de ejercicio, nos atrapó el pasado septiembre en Grecia. Nos propusimos y, lo que es aún más increíble, conseguimos andar una hora todas las mañanas, antes del desayuno. Los días en que sucumbimos a la pereza nos sobrevenía una cierta sensación de culpa, sobre todo a Pe. Esta demostración de determinación tenía un porqué muy entendible: los parajes por los que hacíamos nuestra excursión mañanera. No es lo mismo, claro que no, el paseo costero alrededor de la fortaleza de Nauplia, a la sombra de los pinos o al sol templado aún, la caminata por el frente marítimo de Gythion, la búsqueda de los confines orientales de La Canea, más allá de Tambakaria o el descubrimiento del amanecer tranquilo de la playa de Agios Georgios en Naxos, que arrastrar nuestros kilos de más por una circunvalación o bien entre las naves de algún polígono industrial de los que nos rodean.
En esos semitrotes tempranos siempre veíamos a grupos de personas mayores, hombres y mujeres del lugar, dándose el que se supone saludable y tonificador chapuzón del amanecer mientras mantenían una conversación animada, increíblemente quietos en su flotar. Kaló baño! (¡buen baño!) se deseaban los que entraban y salían de aquellas calas tranquilas, aún no golpeadas por el sol. La media de edad de estos bañistas superaba los 75 años con toda seguridad ¡Qué magnífica y optimista manera de empezar el día!
El caso es que ahí íbamos los dos, andando a buen ritmo, bordeando playas en Rethimnon o buscando ensenadas en Mikonos, sabiendo que al final de la excursión nos esperaba siempre un desayuno vacacional prolongado, relajado, en la terraza del hotel o en una cafetería cercana, con su suculento pan griego, su café filtro y con el capricho extemporáneo de dos huevos fritos con bacon, y sus vistas a la callejuela floreada o al puerto veneciano. Placeres y pecados para los que ya nos habíamos prevenido con la relativa penitencia previa de la caminata. A la vuelta de las vacaciones, hemos tratado de seguir esta costumbre. Naturalmente, como en todo, en esto Penélope pone mucha más voluntad y decisión que yo. Pero ahí andamos.