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El molde del alma

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La habitación aérea del Hotel Helena.

La habitación aérea del Hotel Helena.

La mezquita de los Jenízaros y los coches, desde las ventanas del Hotel.

La mezquita de los Jenízaros y los coches, desde las ventanas del Hotel.

Hace ya algún tiempo creíamos que nuestro hotel en La Canea, la preciosa capital occidental de Creta, iba a ser la pensión Theresa, en esa calle Angelou que te desembarca en el puerto veneciano, con su imposiblemente empinada escalera retorcida, sus suelos y adornos de madera y sus ventanas a la tienda de alfombras. Luego, nos convencimos de que nuestra parada habitual sería sin duda el novísimo Palazzo Duca, en un palacio reconstruido y con las camas más cómodas que hemos conocido, y que se ha puesto a la cabeza de los preferidos en sólo un año. Más tarde, soñábamos con tener siempre el balcón del Mama Nena Hotel sobre uno de los muelles venecianos y despertarnos cada día con la visión del trajín mañanero frente a la mezquita de los Jenízaros, y con el inigualable desayuno preparado al momento con los mejores productos. Después de la última visita el pasado septiembre, veletas que somos, estamos igual de decididos a que nuestra repetida estancia sea en el Hotel Helena (http://www.helena-hotel.gr/), porque tiene una aérea habitación en el tercer piso, de arduo subir pero limpia y amplia. Con dos ventanas, de nuevo, al puerto, para que el sol te ciegue por la mañana y te ilumine al atardecer el escenario del frente, la rosada mezquita ante la dársena un día tranquila y otro furiosa, con la compañía de los blanquísimos coches de caballos aparcados junto a ella.

Los turistas desafían el peligro.

Los turistas desafían el peligro.

La callejuela donde se encuentra el Hotel Helena, al fondo.

La callejuela donde se encuentra el Hotel Helena, al fondo.

Llegamos más tarde de lo previsto aquel día a La Canea, por culpa de un ya desusado retraso de la compañía aérea, la nueva Olympic Air, que parece haber heredado de la antigua empresa pública sólo los incumplimientos horarios. El Hotel Helena está en un recodo de los muchos que tiene el bellísimo e intrincado Topana, el barrio veneciano de fachadas estucadas. Así que estábamos despistados buscando su entrada cuando apareció un amable joven que al vernos cargados de equipaje nos preguntó. Era el recepcionista de nuestro alojamiento. Era allí mismo, a la vuelta de esa esquina. Un callejón lleno de plantas alberga varios de esos hotelitos familiares que abundan en toda Grecia. Una mujer muy mayor sentada a la puerta de su casa respondió a nuestro saludo, “kalispera”, repitiéndolo dos veces, como suelen hacer los griegos, “kalispera, kalispera!”. Tras el rápido trámite del registro, el joven nos condujo a la habitación con su necesaria ayuda en el ascenso del equipaje a la tercera planta. Nada más soltar las maletas, él sabía lo que tenía que hacer para impresionarnos, y abrió las dos ventanas del cuarto. Y entró toda la noche del puerto veneciano en la habitación de golpe, todas las luces de los bares y restaurantes, todo el pasear de los turistas, todo el murmullo de los comensales, y la invitación unánime de todo eso a contemplarlo un momento y salir ligeros a mezclarnos, a formar parte del paisaje vivo que formaba.

Escena callejera en el barrio de Topana.

Escena callejera en el barrio de Topana.

Y otra escena más.

Y otra escena más.

Podemos contarlas, pero ya es un ejercicio inútil saber cuántas veces hemos estado en La Canea. Es una cuenta más exacta decir que cada una de esas veces nos ha gustado más que la anterior. Salimos al puerto, y ahí estaba otra vez esa sensación de llegada a Creta: era como si el alma se encajara al cuerpo viajero y dijeras ahora sí, ahora estoy donde tengo que estar. Y ya mirábamos los expositores de los restaurantes, ya sorteábamos los requerimientos de los camareros a entrar, ya rehusábamos coger los folletos de las excursiones en barco allí mismo amarrados, ofreciendo sus fondos de cristal y sus paseos románticos a los islotes cercanos y a ver atardecer a bordo. Y ya sonreíamos al reconocer a los vendedores pakistaníes de inutilidades para turistas desinhibidos: el tomate de increíble gelatina que se aplasta y se vuelve a recomponer, el molinillo que se lanza al cielo con una goma y cae dando vueltas y haciendo lucir sus flecos de colores, el cochecito a pilas todoterreno que no sólo no se detiene ante nada sino que vuelca y se incorpora solo, el soldadito de los cuerpos especiales que repta y se detiene para disparar su ametralladora, el imposible y mágico ensartador de agujas. Nada que siga funcionando en cuanto has salido de ese zoco improvisado.

A la vuelta de la esquina...

A la vuelta de la esquina…

En el barrio antiguo de La Canea abundan los alojamientos con encanto.

En el barrio antiguo de La Canea abundan los alojamientos con encanto.

La calle Daliani, con su minarete.

La calle Daliani, con su minarete.

En el puerto veneciano de La Canea no vive nadie. Los edificios pertenecen a hoteles en su parte alta y alojan tiendas, bares o restaurantes en los bajos. Y algunos están aún hoy abandonados. Presentan una gran variedad de tonos pastel, y en los días soleados se reflejan miméticamente en el agua. De noche, miles de lámparas alumbran a los paseantes sobre el fondo oscuro de la dársena. A altas horas, la parte oeste cae en el silencio mientras el extremo oriental aún luce y suena con la música de los bares de moda, que persiste hasta la madrugada en verano. Es curioso, porque las notas pop o discotequeras suelen dar paso a la misteriosa y profunda música cretense conforme se va acercando el amanecer. Por eso, los hoteles que dan justo encima del puerto y no tienen un buen aislamiento sonoro no son muy aconsejables si se quiere descansar: el Hotel Helena es perfecto en ese sentido, porque está en un callejón trasero y aun así tiene vistas.

Allí arriba, nuestra habitación.

Allí arriba, nuestra habitación.

La gran noche de reencuentro con Creta, después de nuestro arduo y gozoso trabajo de la primavera, verano e invierno anteriores recogiendo material para la guía, continuó en el paseo por delante de los enormes arsenales venecianos, donde el pavimento de grandes losas gastadas dificulta la marcha y constituye un peligro real para los tobillos de aquellas que se arriesgan con los tacones. Nuestro objetivo era el magnífico mezedopeleio (restaurante especializado en entrantes o mezedes) Glositses. Era nuestra cuarta visita. Su dueño nos había reconocido en la segunda porque en la primera habíamos pedido una retsina de Salónica muy especial, la de marca Kekribari. Por supuesto, esta vez también nos saludó con una sonrisa, las expresiones de bienvenida y las habituales preguntas de cortesía sobre la salud. Comimos unas deliciosas sardinas (de esas pequeñas que hay en Grecia) abiertas y fritas empanadas con semillas de sésamo; una peculiar skordalia (crema de puré de patata y ajo) aderezada con bacalao y unos exquisitos mejillones abiertos con vino y hierbas. Cenamos como unos verdaderos reyes cretenses, y dimos paso de la mejor manera a nuestra última estancia en la isla del Minotauro, con el alma, ahora sí, amoldada al cuerpo.

El puerto de La Canea, al anochecer.

El puerto de La Canea, al anochecer.


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