Veo tantas veces desatendido este pequeño rincón de experiencias, con sólo unos pocos seguidores que se manifiesten en los comentarios (gracias, Carmen, por estar siempre ahí) que me ha hecho especial ilusión el escrito por Iciar hace unos días, alabando generosamente lo que en él se escribe. Me decía además que esperaba con interés mis próximas entradas sobre la isla de Kythnos, a la que planea viajar el año que viene.
Hace ya tiempo decidí que ordenaría cronológicamente este blog, antaño bastante caótico (aunque no exento de encanto, jeje), lo que al final lleva a que lo que se esté publicando ahora pertenece a viajes realizados hace ya dos años. Pero el mensaje de Iciar me ha sonado a aquella antigua sección de ‘discos dedicados’ de todas las radios, en la que los oyentes pedían una canción y se la brindaban a algún ser querido o conocido. Aunque ella no lo solicitaba expresamente, así me lo he tomado yo y he decidido adelantar considerablemente el relato de las experiencias recientes (hace poco más de un mes) en esa preciosa, interesante y todavía no muy pisoteada isla griega en el archipiélago de las Cícladas. Será una excepción, creo, y espero no desvelar secretos que empañen luego la sorpresa.
La llegada en barco a Kythnos vino precedida de tres semanas fantásticas de periplo por islas y continente griegos, que relataremos más adelante, sabe Zeus cuándo. Y tuvo un pequeño prólogo de esos que podrían parecer molestos pero que nos gustan tanto, quizá a fuerza de repetirlos durante años y años: el sencillo placer de llegar al puerto de partida el día anterior pero con tiempo suficiente para cenar en alguna taberna junto al mar. Eso hicimos en Lavrio, el lugar desde el que parten numerosos ferris para las Cícladas Occidentales, que no son precisamente las más visitadas.
Nos encantan esas escalas tranquilas en los puertos. Lavrio estaba animadísimo, y encontramos un lugar en la taberna To Limani (naturalmente, significa El Puerto), también muy concurrida y que ya conocíamos de una escala anterior para ir a la cercana isla de Kea. La comida ahí es estupenda, tradicional y bien servida. Los calamares estaban exquisitos y nos llevaron dulcemente a la cama.
A la mañana siguiente, de amanecida estábamos en los muelles llevados por un taxi que apareció puntual, y embarcamos en el ‘Marmaris Express’ hacia Kythnos. Hacía viento y el ferri estaba rebosante de pasajeros. No imaginábamos que a esas alturas del año, finales de septiembre, pudiera tener tantos viajeros, pero no eran turistas. La inmensa mayoría eran griegos en familia, y una gran cantidad de ellos, mujeres. Al llegar al puerto de Merihas, el principal de la isla y en el que se concentran bastantes alojamientos, muchas de esas viajeras eran llevadas a algún lugar en autobuses.
Merihas nos causó una buena primera impresión porque eso es lo que producen siempre las Cícladas, que son la belleza misma, resultado de su inigualable luz combinada con el blanco de las casas y el azul de las cúpulas. Nos alojamos allí mismo en el Kontseta Guesthouse, un negocio familiar con vistas sobre la bahía pero cuya subida cargado con dos pesadas maletas nos dio mucho miedo. Ese pequeño problema nos lo resolvió Zoí (Vida) la dueña, que en seguida bajó con su coche y se llevó el equipaje mientras preparaban la habitación y nosotros nos íbamos a desayunar sobre la arena de la playa, otro de los momentos griegos vitales, en el Café Maestrali.
Quisieron los dioses, siempre caprichosos pero muchas veces generosos si se les pillan las vueltas, que a nuestro lado se sentara una pareja de jóvenes de Córdoba, es decir paisanos andaluces, con los que Penélope rápidamente entabló conversación, agradable y provechosa, que se prolongó durante dos horas como se prolongan las cosas naturales, de manera que parece que el tiempo no pasa. Cuando nos quisimos dar cuenta el apartamento estaba listo, intercambiamos teléfonos y nos hicimos la foto de rigor. ¿Quién sabe…?
El Kontseta resultó un alojamiento con una ubicación estupenda y unos anfitriones agradables pero algo descuidado en el mantenimiento. No nos importó mucho porque estábamos en las Cícladas, lo más parecido a una residencia de verano para nosotros. En seguida nos pusimos la ropa de baño para acercarnos andando a la playa de Martinakia, apenas a un cuarto de hora de camino. El viento meltemi soplaba fuerte y la estancia no era muy agradable. Eso no es nada reprochable en una isla griega. Lo que sí era imperdonable era el descuido, la suciedad y la ausencia de cerveza(!) en el ‘beach bar’ que atendía el servicio playero. Nos conformamos con dos copas de vino blanco y nuestra buena voluntad, más potente que el más potente de los vinos.
Porque Kythnos seguía siendo bella, con una tranquilidad excesiva alterada sólo por el meltemi que refrescaba la tarde cuando volvíamos al hotel y siguió refrescando después, ya abrigados, cuando tomamos un cóctel en el bar Veggera. La ‘margarita’ que nos sirvió una eficiente joven nos calentó el ánimo en un puerto bastante despoblado. Se notaba que estaba decayendo ya septiembre. Imaginamos que en los meses de julio y agosto la afluencia de visitantes sería mucho mayor. Cenamos en el restaurantes Arapis, con un encargado muy amable que agradeció como debía nuestros esfuerzos por chapurrear el griego. No imaginábamos que fuéramos a comer de noche alubias (fasoulada), pero sí lo hicimos, y luego nos alegramos porque estaban muy buenas.
Ese fue el primer día de los cuatro que dedicamos a la isla de Kythnos, y que ya nos dio las primeras pistas de que aquello nos iba a gustar. Descubriríamos luego el interior y eso nos confirmaría nuestra primera impresión.